Este sábado vamos a tener un momento especial en el templo de san Lucas para celebrar la vigilia de Pentecostés.
En los Hechos de los Apóstoles se encuentra un primer esbozo
de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas frdhkatholisch
(católico primitivo) y lo critican por esta razón. San Lucas
desarrolla su programa eclesiológico en los dos primeros capítulos
de los Hechos, especialmente en el relato del día de Pentecostés.
Quisiera, pues, presentar en esta conferencia una breve visión
general de los elementos principales de la eclesiología, partiendo
del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los
Hechos.
Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la
Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la
comunidad de los discípulos -«asiduos y unánimes en la oración»-,
reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles.
Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada
del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una
comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son
María y los apóstoles.
Cuando meditamos sobre esta sencilla realidad que nos
describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo las
notas de la Iglesia.
1. La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el
fundamento de los apóstoles y de los profetas» (/Ef/02/20). La
Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera
viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión
apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles. En
este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia
primitiva, San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia:
«Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El
valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados
en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del
evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de
todos los tiempos-. Me parece que la traducción oficial de la
Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en
este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los
apóstoles». No se trata sólo de un escuchar; se trata del ser
mismo de aquella perseverancia profunda y vital con la que la
Iglesia se halla insertada, arraigada en la doctrina de los
apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace también
radical exigencia para la vida personal de los creyentes.
¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina?
¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia? El
impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Efeso
(c.20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia
en la doctrina de los apóstoles». Los presbíteros son los
responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la
«perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar»
implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los
presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual
el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la
Iglesia de Dios, que El ha adquirido con su sangre» (20,29).
¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por
el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya
adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio
que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este
rebaño?
2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una
comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad
que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota
de la Iglesia: la Iglesia es santa, y esta santidad no
es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su
conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se
transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo. «Fijemos
firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo»,
escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2),
y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice:
«Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la
mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta
perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la
Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.
Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la
descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo
de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del
pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los
ojos en la sangre de Cristo. Comprenderemos así que la
celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo
puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra
vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con
la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). De esta suerte se hace santa la
Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento
«fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San
Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente
a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos
en el amor y transformarse en amante.
3. Con estas consideraciones volvemos al
acontecimiento de Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se
mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de
la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión
todavía más intensa: «La muchedumbre… tenía un corazón y un
alma sola» (/Hch/04/32). Con estas palabras, el evangelista indica
la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la
unicidad del corazón. El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es
el órgano propulsor del cuerpo, tó egemonikón, según la filosofía
estoica. Este órgano esencial, este centro de la vida, no es ya,
después de la conversión, el propio querer, el yo particular y
aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y se hace el centro
del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único para
todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál
2,20), dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la
misma realidad: cuando el centro de la vida está fuera de mí,
cuando se abre la cárcel del yo y mi vida comienza a ser
participación de la vida de Otro -de Cristo-, cuando esto sucede,
entonces se realiza la unidad.
Este punto se halla estrechamente vinculado con los anteriores.
La trascendencia, la apertura de la propia vida, exige el camino de
la oración, exige no sólo la oración privada, sino también la
oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la unión
real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la
perseverancia en la doctrina de los apóstoles y la unión con los
sucesores de los apóstoles, con Pedro. Pero debe intervenir
también otro elemento, el elemento mariano: la unión del corazón,
la penetración de la vida de Jesús en la intimidad de la vida
cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del entendimiento.
4. El día de Pentecostés manifiesta también la
cuarta nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su
presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte
el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que
querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente
que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de
Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros
que separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce
únicamente su inteligencia, su voluntad y su corazón, y, por ello,
ya no es capaz de comprender el lenguaje de los demás ni de
escuchar la voz de Dios. El Espíritu Santo, el amor divino,
comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la
diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las
lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo
y tierra. Este puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido.
La construcción de este puente rebasa las posibilidades de la
técnica; la voluntad babilónica tenía y tiene que naufragar.
Únicamente el amor encarnado de Dios podía levantar aquel
puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben y
bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.
La Iglesia, desde el primer momento de su existencia, es
católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de Iglesia y,
por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el prodigio de
las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la Iglesia
universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes
que las partes. La Iglesia universal no consiste en una fusión
secundaria de Iglesias locales; la Iglesia universal, católica,
alumbra a las Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser
Iglesia en comunión con la catolicidad. Por otra parte, la
catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la conciliación y
reunión de las riquezas de la humanidad en el amor del
Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en
algo exterior, sino que es además una característica interna de la
fe personal: creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los
continentes, de todas las culturas, de todas las lenguas. La
catolicidad exige la apertura del corazón, como dice San Pablo a
los Corintios: «No estáis al estrecho con nosotros…; pues para
corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ¡abrid también
vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). «Non angustiamini in nobis…
dilatamini et vos!» Este «dilatamini» es el imperativo permanente
de la catolicidad. Los apóstoles pudieron realizar la Iglesia católica
porque la Iglesia era ya católica en su corazón. Fue la suya una fe
católica abierta a todas las lenguas. La Iglesia se hace infecunda
cuando falta la catolicidad del corazón, la catolicidad de la fe
personal.
El día de Pentecostés anticipa, según San Lucas, la historia
entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una manifestación del
don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del Espíritu,
que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los
tiempos, constituye el contenido central de todos los capítulos de
los Hechos de los Apóstoles, donde se nos describe el paso del
Evangelio, del mundo de los judíos al mundo de los paganos, de
Jerusalén a Roma. En la estructura de este libro, Roma representa
el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se hallan
fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la
llegada del Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el
final del proceso de San Pablo, sino porque este libro no es un
relato novelesco. Con la llegada a Roma, ha alcanzado su meta el
camino que se iniciara en Jerusalén; se ha realizado la Iglesia
católica, que continúa y sustituye al antiguo pueblo de Dios, el cual
tenía su centro en Jerusalén. En este sentido, Roma tiene ya una
significación importante en la eclesiología de San Lucas; entra en
la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.
Podemos decir así que Roma es el nombre concreto de la
catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una
contradicción, como si el nombre de una Iglesia particular, de una
ciudad, viniera a limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad.
Roma expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los
tiempos y a una Iglesia que habla en todas las lenguas. Este
contenido espiritual de Roma es, por tanto, para los que hemos
sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía concreta de la
catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.
Exige:
–una fidelidad decidida y profunda al sucesor de Pedro; un
caminar desde el interior hacia una catolicidad cada vez más
auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la
condición de los apóstoles tal como la describe San Pablo:
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros nos ha asignado el
último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a
ser espectáculo para el mundo… como desecho del mundo, como
estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13). El sentimiento antirromano es,
por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y errores
de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de
conciencia constante y suscitar una profunda y sincera humildad;
por otra parte, este sentimiento corresponde a una existencia
verdaderamente apostólica, y es así motivo de gran consolación.
Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay cuando todos los
hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres
con los profetas!» (Lc 6,26).
Nos vienen a la memoria también las palabras que San Pablo
escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis ricos?» (1
Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con esta
saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería
renegar de la cruz del Señor.
En resumen: la eclesiología de San Lucas es, como hemos visto,
una eclesiología pneumatológica y, por ello mismo, plenamente
cristológica; una eclesiología espiritual y, al mismo tiempo,
concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y personal,
ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta
síntesis de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el
compromiso de vivir cada vez con más intensidad esta síntesis y
llegar a ser de este modo realmente católico.
JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR
MADRID-1990.Págs. 149-155